miércoles, 25 de noviembre de 2015

El becario

El becario me da la espalda mientras saca y mete expedientes de gruesas carpetas. Mi mesa está frente al pasillo y puedo observarle discretamente. Veo cómo mueve los brazos abriendo las carpetas, transportándolas a otra estantería, sus músculos se tensan, no veo sus manos desde aquí pero me las figuro grandes, cuando deposita el peso lo hace con cuidado y me hace pensar en un médico.
Luego pasa frente a mi mesa en su camino a la fotocopiadora con unos planos, una carpeta, me saluda y se sonroja, apenas perceptiblemente, es posible que yo también lo haga sin darme cuenta aunque no lo sé, en cualquier caso el calor es poco. Deja de estar en mi campo de visión pero volverá cuando la máquina deje de funcionar y cuando se vaya definitivamente, por hoy, también pasará por mi lado y me dirá adios.
Me gustaría entrar por un momento en su cabeza, pasearme por su cerebro, violar sus pensamientos, poseer sus ojos. ¿Qué verá él, al otro lado de la mesa?
Me figuro que verá una mujer, una persona que es mujer, alguien que a veces le ayuda a encontrar alguno de los expedientes, alguien que a veces no llega a ver. ¿Sabrá cómo me llamo, lo habrá averiguado? ¿Podría decir si tengo el pelo liso o rizado?
Yo no sé cómo se llama. Tampoco sé exactamente qué hace, en qué consiste su trabajo, cuánto tiempo va a estar colaborando con la empresa, si está satisfecho con su colaboración, si tiene amigos o novia. Sólo sé cosas de su cuerpo. Sé que tiene el pelo rubio, liso, domable. Sé que es delgado, pero no demasiado, sus brazos parecen fuertes, debe de practicar algún deporte. Sé que sus ojos son azules y que sus facciones son todavía de niño, aunque si trabaja aquí como becario tendrá al menos veintidós, veintitrés años, habrá finalizado una carrera universitaria. Sé que su gusto para vestir es informal, vaqueros, camisetas, pero con cierta sofisticación. Su ropa es bonita. Ahora recuerdo que una vez le hice algún cumplido por alguna camiseta, lo había olvidado. Se sonrojó. Se sonroja. Como cuando me saluda al pasar. Cuando una vez me pidió que le ayudara a encontrar un expediente y me levanté y le ayudé, me dio las gracias sonrojándose. Es muy educado. Tímido tal vez. Tendrá una novia amable que le hace sonrojarse en la intimidad, a la que él dice palabras cariñosas y abraza lo justo para no hacerle daño, para que se sienta firmemente sujeta por su amor. Por su cuerpo.
Sólo sé de él que es joven. Que tiene que ser todavía tierno. Que me provoca las ganas de corromperle, de ensuciar la ternura de sus infantiles ojos azules. Que quisiera coger las tijeras que tengo a mano y cortar sus vaqueros y su camiseta y lo que pueda haber debajo, aún a riesgo de herir la piel suave, con escaso vello rubio, que quisiera morderle el labio y la mejilla hasta que sangre, sólo un poco, que quisiera hacerle gritar y dejar de ser educado y compasivo, derrumbarle sobre el montón de papeles que trata con tanto cuidado, y encender sobre ellos una hoguera que los destruya, a ellos y a nosotros.
Muerdo el boli y me hago daño en una encía. Intento concentrarme en el informe que estoy redactando. Procuro mirar por la ventana y no al pasillo.
Me comprometo a interesarme por su nombre y porque obtenga buenas referencias.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

La recomendación

Braceaba entre las líneas como si nadara en petróleo. Perdía el hilo a cada momento porque literalmente se dormía.
También es cierto que el día anterior había bebido. Últimamente bebía todas las tardes, casi toda la tarde, empezaba con el café de después de comer y le daban los gintonics en la terraza. Suponía que en invierno podría volver a las buenas costumbres.
Nerea estaba comiendo fuera, la echó de menos ligeramente. Podría haberle pedido ayuda, antes solía ayudarle con estos encargos de compromiso. Aunque hubiera sido algo cínico pedírselo. Casi inmoral. Por la noche había reservado mesa en un restaurante caro. Hacía unos días olvidó completamente su aniversario. Fue una mala idea casarse en pleno verano. Quién se acuerda de las agendas. Desecha la idea de que ahora bebe demasiado y confunde y olvida las fechas. Prefiere pensar que en invierno todo será distinto.
Cayó en un sueño superficial. Se despertó con una sensación de urgencia difusa hasta que recordó que debía escribir la recomendación. Se le acababa el plazo. Se frotó los ojos, se pellizcó las sienes. No era la primera vez que lo hacía, no entendía por qué ahora le costaba tanto. Acarició las páginas nuevas, sedosas, vírgenes. Empezó entonces a imaginar los frágiles pero eficaces dedos de Sonia agarrando el bolígrafo, inventando la historia. Aunque no había llegado a averiguar si escribía directamente en ordenador, como ahora parecían hacer todos. Recordó su frente blanca salpicada de pecas, los rizos rubios cayendo por los hombros huesudos, casi rudos, sus labios apretados bisbiseando las frases. Frases que eran losas demasiado pesadas cercando un argumento como un desquiciado redil donde balaban ovejas asustadas.
Era un texto horrible, las palabras se estorbaban unas a otras. A pesar del esfuerzo por leerlo no había sentido nada más que un mortal aburrimiento, no había entendido nada.
Pero le había prometido el favor a su editor y en cierta forma se lo debía a ella también. Intentó no predisponerse, dejar la mente en blanco, olvidar las piernas que sostenían las cavidades donde se gestó la novela. Los ojos llorosos de Sonia pidiéndole que se quedase un rato más, sus propios remordimientos cuando volvía a casa después de estar con ella.
Entraría mejor con un mojito, extra de azúcar y de hierbabuena. Al tercero acabó dándose por vencido. La novela no era mala, era peor. Algo que él no recomendaría.
Miró el reloj en su muñeca. Si mandaba la reseña antes de la cena ya no tendría que pensar más en ello. Y con un poco de suerte Nerea estaba a punto de llegar. Empezó:
Una mirada ingeniosa y penetrante en la sociedad actual, llevada a cabo de forma magistral por la consolidada escritora Sonia H...

miércoles, 19 de agosto de 2015

Anhedonia

Había poca gente en la playa, la temperatura era buena pero estaba nublado y de vez en cuando caía alguna gota. Se oían truenos de tormenta. La ladera de la montaña arrancaba en la mismísima arena. En el horizonte no se distinguía la línea entre el mar y el cielo, ambos de un gris perla encantador. Sucesión de acantilados, tranquilas vacas. La mujer volvió a la frase subrayada del libro que leía mientras su marido y su hijo jugaban haciendo castillos de arena lejos, donde la marea había dejado bolsas de agua templada. Jonathan Franzen. Las correcciones. Editorial Salamandra, año 2012. Página 140: “No sé por qué pero Paraguay ha sido siempre el azote de mi vida”. Aunque había leído 300 paginas más y antes de volver a casa lo habría acabado entero, no había subrayado ni subrayaría ninguna otra frase. Ahora no podía recordar por qué la había elegido. Quizá porque no tiene ningún sentido. Le dolía la cabeza ligeramente. La noche anterior se había pasado un buen rato tironeándose el pelo en busca de piojos o liendres, tras embadurnar el pelo de su hijo, que sí las tenía, con una crema que olía muy bien. Nada de efluvios amoniacos, como ella recordaba de su niñez. Pero no había encontrado piojos, sólo canas que aún no había descubierto. Aún así se rascó a conciencia el cuero cabelludo, para acabar convenciéndose de que el persistente picor era una compulsión que estaba en su mente. Volvió a Franzen. Se dio cuenta de que se habían colado granos de arena bajo el forro y que algunas páginas estaban humedecidas por las gotas que caían. Era un ejemplar prácticamente nuevo a pesar de que debía de tener más de tres años, a pesar de ser un libro que debería estar desgastado y ajado de tan leído. Tendría que volverlo a forrar. Aunque pronto desechó la idea, mejor dejarlo tal y como estaba, con cicatrices. Se hacía pis. Casi no podía aguantar ya. Tendría que meterse en el mar. 
Rebasó a su familia, que parecían muy entretenidos sin ella. Les saludó desde una distancia de seguridad y caminó hasta que el agua le cubrió las caderas. No resultaba fría por falta de contraste. Sintió la orina tibia entre las piernas. Puede que no estuviera del todo mal haberse dejado convencer para pasar aquí las vacaciones. Últimamente se dejaba convencer de demasiadas cosas. ¿Últimamente? Comenzó a nadar, despacio, dejando que la sal le despejara las narices. Pero, ¿tener otro hijo? Desde la distancia que había ganado miró hacia tierra. Le subyugaba tanta belleza. Aspiró la sustancia salina y fresca, picante. Aún a esa distancia considerable podía reconocer ese aroma de podredumbre de los bosques vírgenes y los prados y caminos plenos de hojas unas encimas de otras, pegadas con barro fresco de la última lluvia, siempre hace poco, formando estratos vivos llenos de fértil humus, de gusanos y larvas y caracoles. Aún en agosto todo era húmedo y vívido, casi dolía mirar. Agradecía el respiro de un día nublado. Había estado en otros lugares así, lugares que te hacen sentir minúscula, culpable, que te recuerdan que podías haberlos elegido pero mordiste la manzana y sólo tienes servidumbre de vistas. Por eso ella prefería la simpleza de la aridez y la hiperconstrucción como atrofia metastásica, donde no había preguntas y si las había tenían una respuesta sencilla y un horario preestablecido, el paseo marítimo a la derecha y a la izquierda, asoleado desde el amanecer hasta la noche cada noche estrellada. Era reconfortante flotar en el agua transparente, se miró un momento los pies, las uñas rojas y al fondo una manta de arena húmeda que no podía alcanzar. Miró hacia el otro lado, hacia el agua plana como una palma solícita. Desde allí podía ver la otra playa, a la que se accedía por las rocas en pleamar. Pensó que le gustaría ir nadando hasta allí con Gary, uno de los protagonistas de Las correcciones. Fantaseó con que él llegaba también nadando, dejando atrás a Caroline y a sus tres hijos y que entablaban una breve conversación ayudada de su paleolítico inglés y nadaban hasta la playa solitaria, fuera de la vista de su marido y de Caroline, se tumbarían en la arena bajo el sol inexistente y volverían a un estado salvaje. Interrumpió sus ensoñaciones un chapoteo a unos veinte metros de ella, algo aparecía y desaparecía bajo las olas. En un impulso nadó rápidamente hacia allí. ¿Un imprudente que se aferraría a su cuello para ahogarse los dos? O puede que alguien se hubiera arrojado del acantilado, alguien que no deseaba ser salvado. Casi se pega un golpe con la roca. Sólo eso. 
Su respiración agitada la hizo volver a dejarse flotar de cara al cielo blanquecino como leche. Lo acababa de decidir. Le diría esa noche a su marido que no quería tener más hijos. Ya iban tres días de siesta insatisfecha. Le asombró su propia avaricia. Aún estaba a tiempo de corregir. Los minutos que había pensado en Gary y en la forma en que podría conquistarlo y arrastrarlo a la playa inaccesible estaban cercanos. Pero Gary no traicionaría a Caroline. Por una u otra razón, por cobardía, por amor, por simple acomodación, pero era un hecho. Cuando recobró la verticalidad para volver a nadar hacia la orilla, un rayo dibujó una perfecta línea fosforescente, un relámpago mudo y hermoso. La tormenta estaba lejos pero el rayo se metió en su cuerpo con un escalofrío que la recorrió. Sería fácil dejarse llevar por ese mar calmo, nadar contra la corriente que pronto la dejaría sin fuerzas para regresar. Aunque más fácil aún iba a ser hundirse cómodamente en el azul de los ojos de su marido cuando le hiciera el amor después de comer, y de la mano la llevase con un poco de suerte a la parejita y a las siguientes vacaciones en la playa.
Salió porque efectivamente era demasiado tarde para experimentos y aventuras. Mandaría una postal a sus padres con la imagen de los Picos de Europa, las doradas arenas enmarcadas en verde y azul, sacaría fotos, el paraíso estaba enlatado y ella metería en él un abrelatas y lo serviría para cenar en tortilla y ensalada. Y el año que viene, con la excusa de la barriga o del bebé, exigiría un apartamento en primera línea de una playa concurrida, con una buena urbanización a sus espaldas y todos los servicios.
Al pasar saludó a su hijo con un beso y a su marido con una palmada en el culo, los dejó confraternizando con otras familias igual de simpáticas y extrovertidas que ellos y se tumbó a seguir mancillando, esta vez con crema de alta protección solar, las correcciones de Jonathan Franzen.

Basado en los hechos reales de Anhedonia, Egoestratosférico

jueves, 6 de agosto de 2015

MATRIMONIO AMATEUR

Los novios se miran, se observan, se huelen.
Ella no se conoce el nombre de las flores ni sabe hacer un buen guiso como los de su madre. Son asuntos que escapan a su interés. Ella es como una vaca limusina, grande, de color pastel, con ojos de boba calma. Él sin embargo practica escalada y está flaco. No se conocieron en el instituto ni en un bar, menos en clases de baile. Su era es la cibernética. Ella se llama Clara, él Sebastián. Es evidente que la elección de nombres está experimentando una involución, y los hobbies también. Hacen ganchillo o deberían. Clara tiene un problema físico que le hace hipar y aterrorizarse. También le repugnan algunas cosas inocuas, como la sangre o las palomas. Sebastián se infecta los pelos que no logra afeitarse de las piernas, que le quedan agarrados como niños de preescolar a las puertas del jardín de infancia, lloran y supuran.
Se van a casar.
Los dos consumen porno por separado y series en versión original juntos. Tienen trabajos relativamente cómodos. Clara lee. Sebastián tiene tendencia a las adicciones, está algo enganchado al poker online.
Una amiga le preguntó a Clara por qué lo hacían. No encontró una respuesta, o encontró varias y no supo por cual decidirse.
Tienen algo ahorrado. Ofrecerán un lunch tras una breve ceremonia. Después recorrerán Francia en autocaravana.
O los países nórdicos.
Han hecho el amor muchas veces.
Es posible que lleguen a estar juntos el resto de sus vidas.  

martes, 16 de junio de 2015

Pérdida

La desidia de marido me obliga a desayunar oliendo la cena del día anterior, los boles de ensalada desprendiendo vapores avinagrados, intensos y ya caducos que se mezclan con el aroma del café recién hecho.
Esa acidez irrumpe en mis sueños.
Hoy soñé con un hombre, alguien a quien despierto conozco levemente y apenas me interesa, pero en mi subconsciente apretaba mis muslos, me sentaba en sus piernas.
Yo perderé más que tú, le he dicho entonces a alguien, en mi sueño. No recuerdo si a mi marido, a una amiga entrañable o al hombre que me apretaba fuertemente sobre él. Sólo era consciente de su edad. Rondaba los cuarenta. 
Ya lo estoy perdiendo. El hilo del sueño. Lo demás.
Conservo una melena tupida y aún oscura a primera vista. Me arranco las canas. Voy apartando mechones que coloco uno sobre otro en una maraña de pelo moreno. Disfruto del dolor mínimo como una puñalada que me vivifica. Supongo que quedan esparcidas por el suelo. No las barro.
Pero se siguen agazapando y me acechan en los espejos.
¿Por qué no friegas, cariño, por qué no enjuagas los platos y los metes en el lavavajillas? Está bien empezar el día con la encimera limpia, con un picante olor a jabón, incluso a desinfectante. Todo nuevo y lustrado y dispuesto a comenzar.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Madre


He mirado ese rostro cetrino y he recordado la primera vez que lo vi. Ese momento está guardado en una parte oscura de mi cerebro, almacenado en un lugar distinto. Una imagen que es una sensación más que un auténtico recuerdo. Y es que sabía de antemano.

No era una reunión como hubiera esperado, separados por algún tipo de cristal, sin escucharnos. Él me tocaba la mano y rehuía mi mirada aunque dudo que supiera qué estaba yo pensando.
Él pensará que me repugna, que me arrepiento de su existencia. No podría gastar todo el tiempo que voy a verlo a partir de ahora para explicarle la realidad.
Pensará que vivo desesperada, enfangada en un pantano de explicaciones y vergüenza.
No lo sabe ni lo pregunta.
Yo lo amo. Amo esas uñas desgastadas y esa boca torcida. Sus pies perfectos. Reconocería el tono de su voz entre millares de susurros. A veces no distingo entre él y yo. A pesar de que hace muchos años que lo arrancaron de mi cuerpo.
Ha matado a su mujer. Mi nieto logró escapar del desastre.
Probablemente es un monstruo. Alguien enfermo, una enfermedad física o social le perturba. O es plenamente consciente. Siente odio. Está indefenso. Lleva un chándal azul y verde y una camiseta blanca. Ha dejado de fumar, dice. Le cuento que sigo trabajando. Que a veces salgo con alguien. Pocas veces.
Sólo lo puedo ver una vez al mes. Seguro que es lo mejor.
Permanecemos en silencio los últimos minutos. No sé si se aburre conmigo. No recibe otras visitas así que tendrá que conformarse. Al menos no se ha negado.

Hoy me he despertado cuando aún no había amanecido. Me he calentado un café y he mirado un rato por la ventana de la cocina. Quedan tres semanas. Tiempo suficiente. Intento pensar cada vez menos. Al principio hacía una rememoración diaria de cada instante de la visita, lo que me había dicho, lo que podía averiguar a través de su aspecto. Ahora ya no es así. Le sorprende que siga yendo. Aunque ahora que lo sabe también es consciente de que no faltaré ni uno de los días.

Mi nieto vive con sus abuelos, los otros abuelos. No lo he vuelto a ver, aunque supongo que los llamaré. Se lo quedarán ellos. Es imposible que algún día le den la custodia al padre. Yo no la he solicitado, me parece absurdo. Es mejor dejar las cosas como están. Han pasado meses pero aún queda mucho tiempo. Supongo que algún día el niño se hará preguntas. No sé si alguien podrá contestar la verdad, si existe esa verdad.

Los días van pasando, los meses. Los años. Los minutos, los segundos.





photo credit: <a href="http://www.flickr.com/photos/62518311@N00/281316842">Quiero a mi mamá</a> via <a href="http://photopin.com">photopin</a> <a href="https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/">(license)</a>

lunes, 30 de marzo de 2015

Ana Blandiana y el profesor


 
La puerta del ascensor se abrió y entraron. Los ojos y la piel clara de la mujer contrastaban con el pelo moreno de la niña. Se bajaron en la planta baja, su perfume permaneció en el ascensor.
 
Unas semanas después me pareció verla en el parque, a través de los corrillos de padres. Ni una de las veces que la miré, a cierta distancia, ella me estaba mirando. Nos encontramos en el balancín y me preguntó si era su vecino. Me sonrojé. Si le hablaba tartamudearía sin remedio. Intento controlarlo, me pasa desde siempre. Sostenía un bocadillo con la punta de los dedos, demasiado finos, traslúcidos. Me dijo que venían de Rumanía. Habían llegado hacía poco. Ese trimestre leíamos en el instituto Proyectos de Pasado, de Ana Blandiana. Le hablé de la coincidencia y me miró sin entender. Ella como uno de los fantasmas que transitan esos cuentos. O como un ángel. Supuse que no había oído hablar del libro ni siquiera de Ana Blandiana. Empecé a tartamudear hasta que una llamada del móvil me salvó.
 
Días después yo bajaba la basura en pijama y zapatillas y ella estaba fumando un cigarro a la vuelta de la esquina, entre el portal y los contenedores. A la luz de la farola su rostro parecía demacrado. No me miró y pensé que no me había reconocido. Bajo el chaquetón podía ser que ella también vistiera ropa ridícula, un pijama o algo peor. Las manos me olían a basura cuando me vi en el espejo del ascensor, un rostro gris y asustado.
 
Desde esa noche no pude dejar de pensar en ella. No la había vuelto a ver pero averigüé su nombre. Irina Moldovan. Su hija debía de ser mestiza. Se habría divorciado de algún español o igual ni siquiera esto era cierto y la piel de la niña procedía de alguna región por mí desconocida. Se pueden ignorar muchas cosas. Algo en su rostro prematuramente ajado me hizo compadecerme de ella. Hacía mucho tiempo que intentaba buscar algo original, oponer algo de resistencia a un rumbo monocorde. Cometí la imprudencia de dejarle el libro en su buzón, con una nota.

Cuando me abrió la puerta todo estaba en penumbra. Asomé medio cuerpo, sin intención de entrar del todo. Ella se había llevado a mi hija al fondo del pasillo. Cuando ya me estaba dando la vuelta para huir me llegó su voz que me llamaba desde otro lugar. Acudí como un preso al cadalso. Estaba de espaldas y observé su cuerpo delgado, el mismo que fumaba en la oscuridad, a la intemperie, me la imaginé sin ropa debajo del chaquetón. Entonces se volvió y señaló la mesa. No lo he leído, dijo. Eso es lo que pretendías, no, que lo leyera. Léeme tú algún párrafo, así lo hacéis, en clase. Puede que el sarcasmo aún no esté globalizado, que aún haya matices nacionales en los tartamudeos, en las pasiones. Sus ojos eran demasiado pequeños para su rostro, redondo, opaco. Debería haberme ido. O haberme negado cuando mi mujer me dejó el encargo de bajarle a mi hija. De alguna forma ellas sí se habían encontrado y se habían entendido. A menos de un par de metros, sus labios apretados en un rictus serio, reconcentrado.
 
Dejó el libro en el felpudo. Un objeto de culpabilidad que uno trata de perder u olvidar. Yo lo dejé en su casa, forzando una continuación, la obligada formalidad de su devolución. Lo tiré al suelo y le di un empujoncito para que quedara oculto en un rincón. ¿Fue realmente eso lo que hice? Ella podría habérselo quedado. Fue una suerte que lo encontrara yo, tirado, y no mi mujer. Aunque podía tener una explicación sencilla, incluso sincera. Dentro no había ninguna nota de vuelta. No fue lo que esperaba, aunque tampoco podía saber qué había esperado, tal vez algún tipo de contacto carnal, a pesar de la poca atracción, de lo irrelevante de nuestros encuentros. Recogí el libro, forrado, grueso, con un extraño formato rectangular, una pequeña obra maestra rumana.


Después de este absurdo episodio Irina Moldovan y yo mantuvimos una relación cordial, de vecinos. Anodina.

jueves, 26 de febrero de 2015

Los pájaros

Escuchaba el piar de los pájaros, angustiados por algo indeterminado o sólo hambrientos. El nido debía de estar en la rejilla sobre su plaza de garaje. No dijo nada, pero él acabó por averiguarlo.
- Se están cagando en el coche, habrá que dar parte.
Ella supo inmediatamente que los retirarían sin miramientos.

Esa noche bajó en bata las escaleras, sintió frío porque olvidó ponerse las zapatillas. Le asombró que no estuviera oscuro del todo, que las luces de emergencia bastasen para orientarse. Al principio dudó y tuvo miedo. Se oían rumores de pasos o de maquinaria lejana, algún crujido, una tos. No parecían los ruidos de una casa, era como estar en un bosque. No había nadie. En el despertador dejó las dos y veintidós. Había calculado que el nido estaría en el cuarto de los contadores. No quiso encender la luz, entró despacio. Se enganchó el cinturón de la bata con algo y ya no escuchaba sus pasos sino el propio interior de su cuerpo latiendo, jadeando. Allí estaba el nido. Al agacharse sintió un rebullir de alas. Cogió el bulto liviano y áspero y salió a la calle. Bajo la farola contempló al polluelo. No había más, uno solo. Tenía una piel casi transparente, de color malva, y un pico oscuro y retorcido. Era muy feo y pareció calmarse cuando lo metió bajo la bata.

Le despertó la ducha. Se hizo la dormida mientras Miguel se vestía, temiéndose que de pronto le preguntase dónde había ido por la noche, a hurtadillas y descalza. Cuando oyó cerrarse la puerta de la calle corrió al cesto de la ropa sucia. Puso el nido sobre la mesa de la cocina. Parecía dormido. Lo sostuvo en la palma, la cerró hasta que el tibio cuerpo ofreció resistencia, mínima. Su madre habría vuelto ya a darle de comer. Bajó rápidamente, todavía en pijama. Con la luz podía verse el garaje allí abajo. Había alguna pluma.

Esperó un día. Merodeaba cerca para ver si regresaban. Se dio cuenta de que no iban a volver. De alguna forma lo habían sabido. Buscarían otro sitio. Pondrían otro huevo en un nuevo nido. Este ya no les valía.

- Han vuelto los pájaros.
Los ojos de ella se redondearon en una angustia definitiva.
- Pero, ¿por qué?
- ¿Por qué? Escucha. Se oyen. Pronto empezarán a cagarse de nuevo... ¿Darás tú el parte?
No llegó a responder, asintió, un gesto.
Pensó en su maleta en el trastero, vacía, llena de aire. Pensó en la carne envasada al vacío que guardaban en la nevera. Dejó de pensar y corrió adelantándose a Miguel, taponando el vómito con la mano.




photo credit: <a href="https://www.flickr.com/photos/sullen_snowflakes/8722034265/">sullen_snowflakes</a> via <a  

viernes, 30 de enero de 2015

Incluso en estos tiempos veloces como un cadillac sin frenos



Tumbado se mira la barriga, puntiaguda, y piensa que tiene que ser un engaño óptico porque físicamente no es posible.
Pero qué lo es en estos tiempos en que se ha acostumbrado a medir las horas por los avances de su digestión y de la sombra en su parqué, esperando lo único que puede sacarle de ese letargo, el pitido del móvil, sabrá distinguir el que venga de Ella. Manosea su estado, su última conexión, sobre su piramidal barriga. A veces se asoma por la ventana, por si ella aparece, improbable, pero eso mismo fue conocerla, eso fue desnudarla, eso fue que ella dejara su ropa en el armario, aunque sólo fuera una chaqueta. Y ahora únicamente farolas y noche. Un día más. Otra noche, otra perspectiva engañosa y oscura. Se arrastra a la cama, echando de menos el miedo a los fantasmas.
Le saca de su pesado sueño un timbre, pero es el despertador. No hay café ni nada limpio, nadie en la acera de enfrente, aún a oscuras. Todavía va a trabajar porque no hacerlo implicaría una serie de trámites que se sabe incapaz de dirigir, aunque teme que alguien se dé cuenta de que ha dejado de controlar los excel. A las tres vuelve a casa para tumbarse en el sofá. Un centímetro más de perímetro de grasa puntiaguda. Otras ligeras variaciones en el avance de su tarde sin ella. De su vida sin ella.
Alguien llamó sin que distinguiera que no era Ella. Ahora Luci restriega contra él su áspera soledad. María Lucía Rodriguez Fresneda, hermana de su amigo Raúl. Por eso le llamó, supone sin atreverse a preguntar a ninguno de los dos, por eso puede que se interese por él, porque le conoce desde siempre, porque ya le miraba con sus ojos saltones cuando Raúl y él jugaban a los coches y le lanzaban balones a las partes dolorosas si su madre no miraba. Luci le arrastra al raciocinio, le vuelve a arrojar a las velocidades de los días de una era post-Ana.
Debería agradecerle que le dé la mano en el cine y que le haga más productivo en el trabajo (hasta cobra los incentivos), que quiera irse de vacaciones con él, aunque sea alérgico a su gata y esos pelos que van pegados a sus jerseys demasiado amplios le produzcan náuseas. Luci bizquea por el sol o la sorpresa tras sus espejeadas gafas. Se acuerda de sus trenzas de niña y le hace sentirse un poco Humbert cuando están en la cama y le pide que se ponga unas bragas que le ha comprado (lo hace, un poco tímida o disgustada) y se parecen tanto a las que llevaba Ana.
- Me gustan todas las canciones en las que aparece un cadillac. - recuerda que Ella le dijo un día.
A él le gustaría ser Sabina para disfrutar echándola de menos, pero cuando piensa en ella crece dos palmos y le sale pantalón negro ajustado y tupé, y conduce su coche que no es un cadillac, ni siquiera es rojo, hasta San Cristóbal, donde las rubias son morenas o directamente no son nadie, o son Luci o un vacío entre sus brazos. Canta sobre la música a todo volúmen y algún paseante o deportista que ha llegado hasta allí en bicicleta le mira asustado, temiendo que arranque y se despeñe o le ataque con alguna herramienta contundente del maletero.
Y un día alguien pregunta, a lo tonto, de una despreocupada manera, qué fue de esa chica, Ana creo que se llamaba, esa mujer que no pegaba nada contigo, pero salíais juntos, qué fue de ella. Y entonces todo se derrumba porque ha llegado a pensar que Ana es producto de su imaginación, un personaje de ficción, que en realidad no ha existido, no junto a él, que sólo se trató de una compañera, una conocida cualquiera, de melena oscura, suave, que nunca colocó alrededor de su cuello, ni se tumbó tan cerca, no tuvo su paradójico cuerpo entre sus brazos ni respiró su aliento ni sintió sus dedos chiscar mientras tarareaba una canción sobre cadillacs. Y si alguien más la recuerda y no se equivoca debe buscarla, regresarla a su vida de donde sea que ahora esté, si fuera necesario secuestrarla, subírsela al coche y llevarla al fuerte, quién sabe si también hacer algo con Luci si se empeña en cumplir los planes de vacaciones.
- ¿Ana? No sé, no me acuerdo. ¿Estás seguro de que era yo?. Y ella, ¿cómo era Ella?