viernes, 6 de octubre de 2017

La boda


Me los encontraba paseando, cuando iba a tirar la basura o mientras esperaba el autobús.
Era un hombre encapuchado y siempre me hacía pensar que los hombres encapuchados ocultan algo además de su cabeza. El perro le seguía, unas veces a distancia, otras a escasos pasos; si se retrasaba mucho, el hombre le esperaba, pero no en una actitud de espera, sino simplemente parado, sin mirar atrás ni a ningún otro sitio, como si estuviera en pausa dentro de una película.
Hacían deporte, suponía yo.
El perro no llevaba correa ni arnés. Era un perro de los que suelen llevarlos, y también de los que suelen llevar abriguitos en invierno. Por eso me sorprendían más las costumbres de su dueño.
Correteaban ambos en una carrera extraña, acompañados el uno por el otro.

Alberto me había contado que la boda sería en el campo. La idea había sido suya, ya que pensaba que era lo que más le podía gustar a ella.
A ella. Me resultaba extraño escuchar de sus labios esta palabra refiriéndose a Begoña. No porque no hubiéramos hablado de ella muchas veces. Habíamos hablado mucho de Begoña. Habíamos hablado de ella tomando una cerveza. Mientras fumábamos fuera de un restaurante. En el coche. Algunas noches en que nos habíamos despertado casi a la vez.
Yo estaba invitada, y también Ángel. Prefiero ir sola. Había pensado que podría librarme. No sólo de ir, sino de que ocurriera realmente. Y mi egoismo hacía que se me saltasen las lágrimas.

Les miraba porque yo tuve un perro como el pequeño perro jadeante. Le había puesto abriguitos en invierno, en los días de auténtico frío, y también una correa de colorines. No le había llevado a correr por las mañanas, realmente nunca le había hecho correr porque era consciente de que estas razas de perros tienen una constitución defectuosa y en cualquier momento, por un excesivo esfuerzo, pueden colapsarse, ahogarse y morir.

Me convencí diciéndome que Alberto estaría muy guapo con traje de novio. Que puede que no siempre sea necesario que las cosas sean como nos las imaginamos.

La boda fue preciosa. Fui sola y me senté con el grupo de amigos de siempre, algunos con sus maridos o mujeres. Había mesas con manteles de hilo al aire libre, guirnaldas de flores, luces de colores, velas gigantes de flamencos, música en directo.


Llegó el momento en que me encontré bailando con Alberto. Lo había esperado y todo se produjo como siguiendo un misterioso pero fiable guión. Ya había anochecido y yo, tras varias copas, me encontraba felizmente sentenciada. Alberto apoyaba firmemente su mano en mi zona lumbar, donde se apretaba más el vestido, una mano cuyo calor traspasaba la tela y casi quemaba. Sonreía y estaba más guapo que nunca. Enhorabuena, susurré. Y en ese momento lo sentí de forma sincera, bajo esa bella carpa, “invitada bailando con el novio”, con la fiesta prometida hasta el amanecer. Me acerqué su mano, la otra, la que atrapaba la mía, a mi boca, y la besé.

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